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Las batallas del primer año del león

  • Juan Paullier
  • 6 feb
  • 11 Min. de lectura

Las batallas del primer año del león


Javier Milei llegó al primer año de gobierno con dos banderas: derrotar la inflación y dar la pelea cultural.  


Juan Paullier


A falta de cuarenta y ocho horas para que se cumpla el primer año del gobierno más extraño de la historia argentina, Javier Milei irrumpe en la final del Abierto de Palermo para mirar el partido más importante del mundo del deporte más exclusivo del mundo. 


El presidente saluda, aprieta los puños, grita “¡Viva la libertad, carajo!”, y la tribuna principal del Campo Argentino de Polo le responde con un desparejo “¡Peluca, Peluca!”. 


Milei se suma a la ceremonia de premiación. Abraza con efusividad a Adolfo Cambiaso, el Messi del polo, que acaba de perder la final y le ofrece su camiseta ensopada.


Milei se saca una capa de ropa para ponerse otra, un acto mundano que transforma a un presidente en ser humano. Tensa la camiseta, estira los brazos, festeja. Durante unos segundos se convierte en un chico que derrocha autenticidad, despierta ternura y genera miradas incómodas. 


Se abraza con Cambiaso, con quien comparte una experiencia atípica por haber clonado animales. Milei lo hizo por amor y obsesión (sus cuatros perros llevan nombres de economistas en honor al legendario y original Conan); Cambiaso, por amor y deporte (la mítica Dolfina Cuartetera fue tantas veces fotocopiada que la polémica terminó camuflada en la cancha 1 de Palermo).


En el pasatiempo de reyes, Milei, un plebeyo de la política, se da el más elitista de los baños de masas. Se acerca a saludar a la gente. Hay efusividad, hay sombreros, sobra botox. Hay esperanza. 


Ahora es martes en la Casa Rosada horas antes de la cadena nacional que se emitirá por su primer año. Milei ya grabó su mensaje que saldrá a las 9 de la noche. Se acerca a saludar a la gente. Hay efusividad, hay sombreros, falta botox. Hay esperanza también. 


Entra en escena Flavio Arenales, 51 años, un votante de a pie de calle, ahora un militante más, y símbolo de la vertiente más popular del mileísmo. 


Mirá, cuando se acercó a mí, vi que venía a firmarme el cartel, me reconoció, ¡imaginate! Le di la mano, le di la mano dos veces, le di un beso en la mano, nos hablamos, y me dijo gracias, él a mí, así que imaginate para mí la emoción, es una cosa de locos, le dije que lo amo.


¿Lo amás?


Y sí.


CARTÓN VIRAL. Arenales está “súper contento” porque el presidente le firmó un cartel que había cobrado vida propia desde que Milei lo mostró en un acto, y adquirió tanta viralidad que se volvió indumentaria semioficial. “Fuerza del cielo. Virrey del Pino”: seis palabras que engloban lo suficiente como para sumergirse en un pedazo de cartón.


Javier Milei es el más judío de los presidentes del quinto país por fuera de Israel con más cantidad de judíos. Un país donde lo religioso no genera indiferencia, donde la devoción popular es marca registrada, un país que siempre quiso, o necesitó, creer en algo. Hoy más que nunca. 


En el cierre de su primer discurso presidencial, invocó una frase bíblica: “La victoria en la batalla no depende de la cantidad de soldados, sino de las fuerzas que vienen del cielo”. No es el único elemento misterioso en torno al gobierno. Un aire esotérico sobrevuela la Rosada y reposa en Olivos. 


El cartel de Arenales también sirve de recordatorio de que no se explica la victoria de Milei si se olvida la esencia popular de su electorado. La demanda de una Argentina diferente empezó de abajo y encontró en Milei un vehículo para canalizar la frustración. Una frase se vuelve eco en esta Buenas Aires pegajosa: “Cambio de época”. 


Virrey del Pino es un rincón lejano de la provincia de Buenos Aires, rural, sin patrimonios millonarios ni caballos con nombre y apellido. Un lugar más del mapa con gente como Arenales. Este hombre de camisa leñadora, rostro gastado y dentadura perforada, sobrevive con changas. Corta el pasto, cuida casas, da una mano en una obra.  


Somos todos atrás de este cartel, dice, yo lo creé, yo lo transporto, pero atrás de este cartel estamos todos. 


Lo interrumpe un adolescente de rulos, acné y uniforme deportivo colegial que, sin detener la marcha, le dice que lo banca a muerte, loco, aguante Milei, loco, ¡aguante! 


Mi rol es dar la batalla cultural, continúa Arenales, traer las ideas de la libertad que a mí me las pasaron mi abuelo y mi papá, me enseñaron lo que era la cultura del trabajo, del ahorro, del respeto.


El sol cuece los sesos y se va a escudar en el palo de sombra que brota del mástil exacerbado de Plaza de Mayo. Lo vuelven a interrumpir (esto pasará seguido). Una mujer lo saluda con un beso, le ofrece una sonrisa, y enseguida le abren el portón de Casa de Gobierno. Solo cuando se despide se ve el tigre que ocupa toda la espalda de su chaleco. 


Mirá, retoma, voté a Macri. A Cristina no la voté porque nunca me gustó. Lo voté a Néstor, lo voté a De la Rúa. A Menem en su segundo mandato, en el primero ni voté. A mí nunca me gustó vivir del Estado, jamás, antes de recibir un plan social, me corto las manos. 


Chico rappi antes que planero. El dilema contemporáneo que opone al repartidor de plataforma frente al beneficiario de un plan social.


Un extremo que quiere que el Estado se meta lo menos posible en su vida. Otro extremo que necesita que el Estado se meta lo más posible en la suya.


Dos formas de sobrevivir, ¿una misma precariedad? ¿ofrece al menos la primera una mayor seudosensación de libertad que la segunda? ¿he ahí la síntesis de la manoseada y simplificada batalla cultural?


LUCHA DE MODELOS. Lo primero, dice el sociólogo y socio-cofundador de Poliarquía Consultores, Eduardo Fidanza, es: “Muchachos, tratemos de entender lo que pasa, en lugar de condenar lo que pasa. No estudié sociología para condenar, sino hubiera sido cura”. 


Fidanza tiene cara de cura divertido, pelo blanco que atestigua siete décadas de vida y una jovialidad que lo desmiente. Fidanza no fue cura, aunque mal no le hubiera venido una línea directa con algún poder celestial. 


Fue jefe de discursos de Fernando de la Rúa, el presidente-helicóptero, el de la crisis de 2001, el que abrió la puerta al desfile de cinco presidentes en menos de dos semanas. De la Rúa armó el “corralito” y soltó la furia jamás aplacada del “que se vayan todos”. Se fueron todos, se fueron también los que vinieron después, porque llegó Milei para romper todos los esquemas. 


Ana Iparraguirre, melena parisina y elocuencia televisiva, está fascinada: “Llevo 20 años haciendo esto y es la primera vez que lo veo. A Milei la gente lo ve y le cree de verdad”, dice esta asesora de políticos de Córdoba a Caracas, que le toma el pulso a la opinión pública a través de los focus groups de la empresa que fundó, Dynamis Consulting.  


Las razones son variadas. Desde el estrés postraumático del tsunami kirchnerista hasta lograr en unos meses que la inflación dejara de ser un virus que carcomía billetes, sueño, y sueños; pasando por haberles dicho que el ajuste iba a doler. 


Vaya si ha dolido, aunque más dolía no saber cuánto iba a valer tu plata al día siguiente, más jodía no poder pensar a mediano plazo. Poder hacerlo, saber que los precios no están desbocados, es un bálsamo para 46 millones de personas. El promedio de la inflación de los últimos 212 años es de 52% anual. ¿Quién vive así? ¿Se puede priorizar otra demanda? ¿Qué pasará cuando el anhelo sea otro?


Los desafíos inflacionarios no están resueltos. Cerrará este año en torno al 115%. Sigue siendo un despropósito, aunque la sensación ya es otra, y con los precios domados, es más fácil encauzar el resto, empezando por la batalla cultural. De tan en boga, el concepto quedó desvirtuado, pero es parte indisoluble de la ecuación. 


Milei es un fenómeno extraordinario que nació con gritos como panelista de televisión, para después lograr que cada vez más personas comulgaran con su furia y fantasearan con la motosierra. Todo lo que no oliera a más de lo mismo encontró oídos en una sociedad extenuada que atravesó 2024 sin chistar. No solo, por ahora, nada ardió, sino que Milei logró que las cacerolas se queden en su lugar y que la única banda sonora fuera Panic show. 


Hola a todos, yo soy el león / Rugió la bestia en medio de la avenida / Todos corrieron, sin entender / Panic show a plena luz del día


Parece que fue en otra vida, pero unos meses atrás el presidente la cantó de sobretodo de cuero negro y camisa por afuera del pantalón en el Luna Park. Que Milei haya cantado la justa y, pese a hablar de economía con tecnicismos y devoción, enarbolara el estandarte de la libertad, no significa que llegara al poder por ideología. Lo hizo por una histeria colectiva que aceptó experimentar con un hombre embanderado en un concepto tan elemental como amplio. El de la libertad. 


Cada uno lo bajó a tierra como pudo, o como quiso. Libertad para vivir con dignidad. Libertad para comprar cómo y cuándo se quiera. Libertad para decir lo que se piensa. Libertad para que no exista un cepo cambiario. Libertad para no ser víctima del remarque diario de precios. Libertad para animarse a imaginar algo diferente. 


La libertad en algún momento había pasado a ser mala palabra, una muestra de quién había impuesto su narrativa. 


“Milei tiene un proyecto identitario de transformación cultural y económica, con el cual hay un grupo duro que se siente muy identificado y que lo va a acompañar en las buenas y en las malas”, comenta Iparraguirre, “entonces, cuando decís batalla cultural, pienso que esa es una prioridad de Milei, pero no era un tipo que hablaba del puritanismo y el aborto, hablaba de sexo tántrico en televisión”. 


La batalla cultural, según Fidanza, pasa por el hecho de que muchos argentinos en sectores medios y medios bajos querían hacer emprendimientos, pero se veían frustrados por un techo burocrático y de costos que les impedían desarrollar estas actividades, confirmando la intuición de Milei sobre el deseo de practicar un comercio más libre.


Antes de hurgar más en la batalla cultural conviene hacer un viaje histórico para aterrizar lo más próximo al ADN argentino.

“Por momentos, hay una sociedad que responde al mesianismo. En algún momento la Argentina creyó tener destino de potencia, no como la idea de un destino manifiesto, pero sí una idea de que habría un progreso inexorable e ilimitado”.


En un balcón de la Universidad Torcuato Di Tella, de espaldas a la cancha de River, habla Camila Perochena, historiadora sub-40, jeans y camiseta negra. 


“Siempre quedó esta ilusión de futuro, que ahora está pinchada desde hace décadas, pero que no deja de generar gobiernos que buscan revivir esas utopías”.


Perochena, Doctora en historia y magíster en ciencia política, recuerda la frase del sociólogo Juan Carlos Torre sobre las “utopías retrospectivas”. 


Si los países llegaran a tener epitafio propio, alguna variante de esa expresión integraría el de Argentina, una fantasía que se quedó en eso, en la mera, y decepcionante, posibilidad. 


Algo hay ahí, explica, que está relacionado con esa ilusión frustrada de futuro que es tierra fértil para el liderazgo mesiánico. Líderes que se ven como revolucionarios, van a moldear una sociedad nueva, a refundar el país, y que para eso tienen que dar una batalla que política, económica y cultural. Se presentan como redentores que van a combatir fuerzas oscuras. 


Empezó con Yrigoyen hace más de 100 años y lo siguió Perón. Luego lo reinterpretaron Carlos, Néstor, Cristina, y ahora Javier (algo tendrán que hasta el apellido les sobra).


Existe un “impulso igualitario” que fue institucionalizado por el peronismo para alimentar la sed de igualdad en una sociedad cada vez más políticamente organizada. Esto le dio vida a diferentes actores (públicos, privados, sociales) que han puesto en tensión al sistema. 


Al no encontrar respuestas satisfactorias durante demasiado tiempo, una sociedad con inflación de demandas se tornó difícil de gobernar. Qué priorizar: ¿calmar la calle o el equilibrio macroeconómico? ¿El subsidio infinito y los “planes platita”, o el ajuste y la disciplina fiscal?


Milei es parte de esa pulsión igualitaria, agrega Perochena. Karina, una mina que vendía tortas, hacía tarot, hoy llega a la Secretaría General de la Presidencia…eso es la pulsión igualitaria. Milei la entiende y por eso le logró sacarle votos al peronismo por abajo. Si bien no habla de justicia social, ni directamente de igualdad, en su cosmovisión, toca esas fibras. Apela a la distinción con la casta, ataca a las jerarquías. 


En palabras de Fidanza, un hallazgo de Milei fue recurrir al término casta para caracterizar a la política: “Para la gente común, casta se traduce a otro término que es el curro porque la gente eso lo ve en el barrio. Si sos amigo de un dirigente sindical tenés ventajas, te dan un plan. Incluso en los sectores populares, empezó a haber dos mundos, el de los que se acomodaban por curros y el de los laburantes. Casta es una categoría sociológica, pero el curro es una categoría de la vida cotidiana”.


La batalla cultural tiene como telón de fondo un combate en exceso dicotómico e interesado entre los quieren vivir a costa del Estado, y los que aspiran a que el Estado los deje vivir. 


“Creo que hay un cambio cultural que se expresa de manera diversa, pero tiene en común cierto justificado hartazgo con las prácticas políticas tradicionales, a espaldas del votante, muchas veces asociadas al desguace privado del Estado, y un bienvenido rechazo del populismo de Estado de déficits inflacionarios y crisis recurrentes”, señala Eduardo Levy Yeyati, quien fuera Gerente de Política Monetaria y Financiera del Banco Central en la Argentina poscorralito.  


“Lamentablemente”, agrega este investigador que se acaba de mudar a Washington para trabajar como investigador del centro Brookings, “esto también deriva en una cultura barrani, autárquica, del ‘no pido nada ni me pidan nada’, y en una visión negativa del Estado, a contrapelo del rol de lo público en las sociedades de clase media. El desafío de la nueva política, si esta alguna vez aparece, será separar la paja del trigo”.


“SON RATAS”. Por favor no huyan de mí / Yo soy el rey de un mundo perdido / Soy el rey y te destrozaré / Toda la casta es de mi apetito 


La letra original de La Renga dice “todos los cómplices”, pero Milei la adaptó esa noche de Luna Park. 


Uno de los laderos de Milei es Gabriel Bornoroni, un empresario cordobés devenido en diputado y líder del bloque de La Libertad Avanza en el Congreso. Es el que asegura la disciplina de la tropa y conversa con todos los partidos.  


En su despacho austero, flanqueado por la bandera argentina, la cordobesa, una foto de Milei photoshopeado y una caricatura de sí mismo, Bornoroni (cinta roja en su muñeca izquierda, camisa celeste con rayas blancas), cuenta que es abogado y tiene dos estaciones de servicio. 


En la política, precisa, están los mismos de siempre, corruptos, que son casta. No hay gente normal que sepa cómo llevar adelante el día a día, y que no haya vivido toda su vida de la política. Viste que Milei dice que los empresarios son héroes, antes vos decías empresario y estaba mal visto. El que genera el puesto de trabajo es el empresario o la pyme. No lo genera el Estado, el Estado te genera las condiciones para que todos compitan. 


La lista de exabruptos mileístas es extensa y nada indica que vaya a dejar de crecer. ¿Importan los modales, las formas, el lenguaje?


Bornaroni: “Quizás a mí me cueste hacerlo, pero lo hace él y logra el objetivo. Lo aplaudo al presidente, que se la juega y no está mirando la forma. Si miramos la forma y no tenemos resultados, ¿para qué me sirve la forma? Tenés dos posibilidades, decir ‘son ratas’ y quedarte afuera. O decir ‘son ratas, saquemos a esas ratas’. Vos fijate: de los 257 diputados, ¿cuántos tienen una pyme, algún negocito, que ellos digan mañana termino mis cuatro años y me voy. El 95% no debe tener otro trabajo más que esto. Toda su historia en la teta del Estado ¿Cómo quieren que el presidente no les diga ratas?”.


Fidanza esgrime un último razonamiento para comprender ese cambio de época universal. 


Las grandes categorías históricas que sustentaban las ideologías tradicionales han desaparecido. ¿Qué hace un marxista sin proletariado? ¿Qué hace un peronista sin pueblo? ¿Qué hace un republicano demócrata sin ciudadano? ¿Qué hace una iglesia sin fieles?


Ahora existen "segmentos de población, tribus de configuraciones diversas y fluidas", y la única categoría que se reconoce como existente es el mercado.


Milei es un vivo ejemplar del homo economicus. Un presidente para esta época, quizá el único con la dosis necesaria de locura para querer hacer lo que hace de la forma en que lo hace. ¿Y mañana? 


Mañana será siempre un abanico misterioso de opciones, en especial en un país cuyo combustible es una mezcla de vértigo, pasión desenfrenada y esperanza inagotable. El país del todo o nada. 


 
 
 

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